Crítica Desmontando un elefante película dirigida por Aitor Echevarría con Emma Suárez, Natalia de Molina, Darío Grandinetti
Un reparto de lujo para una historia que acaba por carecer de la mordiente necesaria
De qué va Desmontando un elefante
Marga es una arquitecta de éxito que regresa a casa después de haber pasado dos meses en un centro de rehabilitación intentando recuperarse de su adicción al alcohol. Ahora intentará retomar su vida junto a su familia, pero el pasado sigue afectando a las relaciones del presente, tanto con su marido como con su hija, mientras gran parte del mundo es ajena a lo que vive la familia.
Una forma arriesgada de contar una historia que ya conocemos
No se puede negar que el director y coguionista de Desmontando un elefante ha optado a la hora de rodar la historia por una apuesta arriesgada y diferente, que no termina de encajar del todo. Porque ese riesgo juega la baza de que el espectador entre en el juego. Un juego que supone encerrar prácticamente a los personajes, especialmente a la protagonista, en una jaula de cristal que es la casa a la que regresa, donde está acompañada de su familia, pero donde se siente una extraña y donde la lucha contra la adicción se convierte en un problema al que quizá no sea capaz de enfrentarse.
Pero para que ese juego funcione, se requiere de un guión que nos invite a comprender a los espectadores, que nos lleve a lo más profundo de la historia sin miedos ni remilgos. Que no se quede en la superficie. El guión no sabe o no consigue hacerlo, por lo que nos enfrentamos a una historia que acaba siendo fría, distante, como la forma en la que está contada. Una película en la que difícilmente vamos a conseguir entrar porque no nos deja espacio para ello. Porque nos mantiene fuera de esa jaula de cristal.
Por eso esa arriesgada forma de contar la historia supone un acierto, pero no supone un éxito rotundo, porque no termina de concretar lo que propone. En parte se debe también a que es difícil empatizar con los problemas de una familia de tanto éxito como la que vemos en pantalla. Aquello de “los ricos también lloran”, hace que el relato se nos haga más distante todavía, y que empatizar con lo que vemos en pantalla sea más complejo. No hace falta que los personajes vivan en un barrio marginal, hay otras fórmulas alejadas del estreno que funcionan mucho mejor.
Un reparto brillante que saca a flote la historia
Para compensar esa falta de profundidad y de mordiente, para alejarnos de la aséptica narrativa, a veces tan fría, tenemos un reparto brillante que se entrega en cuerpo y alma a sus personajes. Especialmente en el caso de las dos actrices protagonistas, Emma Suárez y Natalia de Molina, quienes lo dan todo para que nos identifiquemos con ellas y las entendamos de inicio a fin. Sin estridencias, sin excesos, sin histrionismos… verlas en pantalla es creer que estamos hablando de personas de carne y hueso, de seres humanos reales, que están viviendo una pesadilla de la que nadie quiera hablar, y de la que es difícil escapar.
La sensación que nos deja la película es agridulce. Por un lado entendemos la historia y abrazamos a estos personajes, gracias al reparto y la dirección de actores, pero por otro nos queda siempre la sensación de que estamos ante una historia demasiado superficial, demasiado fría, demasiado alejada de lo que vive el común de los mortales. Es, sin duda, una película interesante, sobre un tópico relevante que afecta a muchas personas. Pero no es capaz de concretar todo eso en una película redonda.
Jesús Usero
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Crítica Desmontando un elefante