Crítica Oh Canada película dirigida por Paul Schrader con Richard Gere, Uma Thurman, Jacob Elordi · Michael Imperioli
El inesperado testamento cinematográfico de Schrader es una poética oda a la muerte del artista y la fragilidad de la memoria
Paul Schrader: Metamorfosis y Redención en ‘Oh, Canadá’, su Testamento Cinematográfico a los 77 Años
Tras alcanzar su cima como director con esa trilogía bressoniana exquisita que conforman El reverendo (2017), El contador de cartas (2021) y El maestro jardinero (2022), a sus 77 años a Paul Schrader ya le queda poco que demostrar. Él lo sabe bien (ahí están sus patosas declaraciones), como también sabe que lo de la repetición del individuo carne de cañón, sus habilidades, los diarios, la redención y Pickpocket (1959)no pueden seguir conformando todas sus películas, pues a dicha aliteración le debe seguir esa transformación que culmine el fenómeno abstractivo. Esa metamorfosis podría ser perfectamente Oh, Cánada, una cinta testamentaria con sabor añejo de delicada factura y aún mas tierno corazón moribundo.
Richard Gere deslumbra como el alter ego de Schrader en un desgarrador retrato de un artista al final de su vida
Un absolutamente impresionante Richard Gere (en mi opinión candidato a premio en el festival) ejerce de alter ego del propio Schrader e interpreta a un afamado artista y documentalista canadiense en las últimas horas de su vida, las cuales emplea insistentemente (y aunque a veces no lo recuerde) en grabar un último documental desarrollado por antiguos estudiantes suyos donde él y su pasado sean los protagonistas. El objetivo es recuperar los paraísos perdidos de su pasado, sacarlos a la luz y encajar el puzzle de una personalidad oculta para el mundo y para su mujer (Uma Thurman). De esta forma se nos narra en múltiples cambios de formato, alternancia de color y ausencia de él, cambios de interpretes (Jacob Elordi hace del joven Gere, pero se recupera a la actor de Pretty woman de vez en cuando) y ausencia de linealidad los hijos que abandonó, los amores que dejó atrás y ese fango que es la memoria al borde de la muerte. Mas aún cuando tu vida se basa en inmortalizar la verdad y convertirla en eterna pero tu propia realidad ha quedado difusa bajo la glorificación del personaje público.
Enfrentarse a Oh, Cánada se asemeja a la madera de un trago de buen whisky o al placer absorto de paladear un puro, donde la vejez rasca pero deja un poso inconfundible de cine importante y creciente con las horas, de artesanía delicada dispuesta a alcanzar elementos intangibles para la prosa. Pronto uno se percata de que Schrader ha decidido vivir en la poesía y desconcertar a todo espectador que prefiera que cada episodio vital de este vividor tenga una consecución directa con el siguiente o con el anterior, pues aquí las vivencias se escapan entre la manos y los titubeos, para azarosamente entremezclarse con una ficción que posiblemente confunda el sentido de toda una vida, más que recobrarle uno que nunca tuvo. Es perfectamente plausible que la mitad de las piezas que no se han perdido de este bellísimo rompecabezas sean en verdad deseos, reacciones irascibles a un final inminente o directamente la última tierna trampa del artista esperando vivir para siempre, pero, como bien le comenta su mujer en un soberbio pasaje donde se analiza una fotografía de guerra en Vietnam, la huella que puedes dejar en realidad es la de morir para siempre.
No obstante, toda esta dispersión formal y sus cabezadas en el dibujo de su figura central lastran el ritmo y dejan lagunas que uno desearía haber visto saneadas en puntos donde la confusión no puede justificarlo todo. La representación de esa tierra prometida al norte de América nunca llega a golpear con la fuerza del merecido descanso buscado, su faceta política queda realmente coja y algunos cabos que adquieren importancia y se atreven a asumir el mando, como puede ser ese vástago perdido que nos llega en voz en off, son consumidos y minimizados por este remolino mortuorio.
Paul Schrader vuelve a demostrar que no piensa plegarse a las necesidad comunes (mucho menos las del espectador) y que si la vida la ha vivido, luchado y contado desde su propia óptica, su acechante muerte será un conjunto igual de confuso, incompleto y admirable en el que su último estertor pueda ser cruzar la frontera a ese remanso de paz consigo mismo y con nadie más.
Miguel Ángel Espelosín
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Crítica Oh Canada