Si por algo merece la pena acompañar a Becky en este viaje es por lo bien que la actriz defiende su personaje. La joven Lulu Wilson, con gran bagaje en el cine de terror para su corta edad y un perfil que recuerda al de Mackenzie Davis en los momentos más violentos, demuestra que tiene madera de protagonista y se echa la película a la espalda sin despeinarse. Un verdadero descubrimiento que está a la altura del de la vena dramática de Kevin James, actor habitual de las comedias de Adam Sandler que aquí está irreconocible como amenazador neonazi. Los referentes, como veis, están claros. Pero Becky no tiene la diversión ni el encanto de Solo en casa, ni el estilo y la capacidad para la autoparodia de The Babysitter y mucho menos la claustrofóbica tensión creciente y los estallidos de violencia de Green Room.
Becky no encuentra su propia identidad ni logra desmelenarse porque se esfuerza en ser más de lo que su premisa de serie B le permite ser. La solemnidad baña la mayor parte del relato, y un ejemplo claro es el débil trasfondo dramático que le dan a la protagonista, que solo consigue que los momentos gore más disparatados no casen con la historia que la pareja de directores realmente quería contar, que se encuentra en el montaje en paralelo de la secuencia de arranque con el villano y la protagonista. Por lo demás, las distintas situaciones en las que esta se ve envuelta poseen una alarmante falta de frescura, en parte porque las hemos visto recientemente en otras producciones, pero también por unos villanos poco carismáticos a la caza de un macguffin que ni la propia película se molesta en explicar o resolver. Es el final, que otorga una interesante segunda lectura a toda la película (¿los monstruos nacen o se hacen?) y entronca directamente con la primera secuencia, lo que salva a Becky de la nadería.
Alejandro Gómez
Becky se puede ver en Movistar
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