La existencia del admirable e increíble Stuart Long es lo que refleja el film grabado por Rosalind Ross. Este hombre se gana la vida en los combates, hasta que una lesión en la mandíbula le impide continuar con su carrera. Una vez retirado, Stuart decide trasladarse a Los Ángeles, para probar suerte como actor; pero la cosa no sale como la tenía prevista. Después de mandar su currículo a varios agentes, Stu acaba aceptando un trabajo en el departamento de carnicería de un supermercado. Un día, una chica llamada Carmen (Teresa Ruiz) acude al centro comercial, y el flechazo es instantáneo. Obsesionado por la joven, Long se acerca a la congregación religiosa en la que colabora la muchacha, y la relación con la religión católica empieza a marcar una nueva meta en el camino existencial del otrora púgil.
Rosalind Ross escenifica con rigor y cierta inspiración dramática la difícil vida de Stuart Long, con el interés puesto en exhibir los continuos reveses a los que este se enfrentó a lo largo de sus cincuenta años de existencia. Para ello, la cineasta carga las tintas en la relación bastante complicada que Stu mantiene con su padre: un individuo alcoholizado, al que no le gusta mostrar el más mínimo signo de vulnerabilidad o de cariño. Precisamente, ese amor/odio paterno filial –y del hijo al padre- que refleja la movie es lo que mejor funciona en el largometraje, merced a los increíbles duelos interpretativos entre el sobrio Mel Gibson y el gesticulante Mark Wahlberg. Esa rabia desatada, que finalmente acaba teñida de comprensión y perdón por ambas partes, dota a El milagro del padre Stu de una humanidad profunda y dolorosa, respecto a lo que narra el guion. Un elemento que contribuye a enfatizar los defectos y virtudes de dos personajes marcados por un pasado violento, los cuales intentan redimirse mediante el amor mutuo, silenciado largo tiempo.
Gibson y Wahlberg se convierten, cuando están juntos, en los más resaltables elementos de una obra que no consigue similares cotas de fuerza escénica a la hora de mostrar la conversión religiosa del personaje de Stu. Mientras Long y su progenitor rezuman cercanía, el resto de los tipos que pueblan el metraje se antojan como pétreos y artificiales, como estimulados por resortes dogmáticos que nunca se perciben como creíbles y verosímiles.
En este apartado, el de los menajes eclesiásticos de naturaleza global, Rosalind Ross no logra ir hasta los extremos a los que llega con la relación malsana descrita entre los papeles de Wahlberg y Gibson; lo que provoca una ligera desconexión emocional, respecto a un guion que se ceba incansablemente con las desgracias de Stuart Long.
Jesús Martín
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